domingo, noviembre 19, 2006

Escritores Secretos

F i l a n d ó n
Diario de León
Domingo 19 de Noviembre de 2006
Bruno Marcos
Hay algo desagradable en las librerías de viejo. Recuerdo una que había aquí, apenas diez metros cuadrados en forma de ángulo obtuso. La mujer que la habitaba parecía ciudadana de una indigencia poblada de letras –seguramente lo era-, sepultada, un montón de horas al día, en una escombrera de libros destartalados. Me la enseñó Antoine Doinel, como la Biblioteca Pública, él transitaba por la ciudad con una curiosidad mucho más cosmopolita que la mía a pesar de sus muchas dioptrías. Aquella mujer, daba la sensación de vivir toda ella en un mundo de segunda o cuarta mano. Bajo una bombilla sucia parecía estar vestida con harapos de un tiempo indeterminado, de una mezcla de varios pretéritos que nadie quería ya recordar. Mal encarada, trabajaba, sobre todo, el libro de texto. A mediados de los ochenta, en España, todavía se hacía eso. Creo recordar que incluso, en una ocasión, juntamos algunos libros de cursos pasados y fuimos allá a que nos humillara por dos pesetas.
No es gratuito el retrato que, en Luces de Bohemia, se hace del librovejero. Valle lo muestra timando al pobre y ciego Max Estrella, cómplice del vil Don Lati. Cuando el poetastro encolerizado baja a la tienda a deshacer el trato el viejo arpía retira del mostrador los libros ante los ojos ciegos de Max comentando que, minutos antes, ha vendido el atadijo completo. Zaratustra lo apodan y es curioso pues siempre, en estas cuevas, hago el pequeño ritual de buscar el libro de Nietzsche y -magia- lo encuentro.
Las librerías de viejo me producen una mezcla de atracción y repulsa. Esa acumulación morbosa de lecturas no son enriquecidas sino ultrajadas por el tiempo y el desdén de sus anteriores dueños. Herederos incultos, irrespetuosos con un ancestro cura, maestro o abogado, o rateros de tres al cuarto han llevado esos libros a los anaqueles de segunda mano. Creo que, en el fondo, pienso que un país culto, civilizado, debería prohibir semejante negocio.
Son sitios descorazonadores. Una vez fui a la Cuesta de Moyano. Los libreros que allí me topé me parecieron mendigos, viejos despeinados, pálidos, metidos en abrigos también usados, acosados por un mundo tan inhóspito se me figuraban imposibles lectores, acaso peritos en desahucios. Leí en alguna ocasión que un escritor de ahora incluso compraba cartas, manojos de cartas personales de gente del pasado, gente normal que ya estará muerta hace lustros, gente que hablaba de su amor, de su añoranza, de sus esperanzas... No puedo quitarme esa idea de la cabeza, ¿cómo leer eso sin echarse a llorar?
Supongo que los libreros de viejo son una figura semejante a los dueños de casas de empeño y, como ellos, trabajan la luz desde el lado oscuro de la luna.
Ayer, un tanto errático por la ciudad, se me ocurrió ir a alguna de estas tiendas. La primera la desdeñé desde el escaparate porque tiene libros que aún salen nuevos al mercado y, en ella, no se sabe por qué, son más caros, lo cual me hace sospechar de la tasación. En la segunda me zambullí. No estaba mal, muy barato, libros de los sesenta que se desmoronaban al abrirlos como una hoja de árbol en otoño. Los clientes entraban con peticiones peregrinas, nada bibliófilas, y el librero a todos atendía con respeto, pero a nadie daba solución, cogía los teléfonos prometiendo avisar cuando encontrase lo solicitado y nunca reconocía no tener algo. Creo que pretende dar la sensación de que lo tiene todo y que si no te suministra lo requerido en el instante es por alguna clase de contingencia momentánea.
La tercera y última que visité tiene un inflado nombre nada literario y se encamina, con descaro, al decorativismo. Quien la regenta aspira a ser una de las personas más intratables del reino. Le di las buenas tardes y me interné en los libros. Todos son artesanías, cuero, oro, literatura de refilón. Al poco entraron dos clientes y, como yo, se adentraron en la tienda. Después vino un bohemio cincuentón con coleta, barba y voz de actor. El cascarrabias se desahogaba con él: “Es que estoy en un sinvivir. Entra la gente y se pone a buscar, a mirar los libros y no puede ser –decía como tomándonos por ladrones por el simple hecho de penetrar en su antro-. Aquí hay cosas carísimas. Esto llegó hasta aquí.” Los clientes, con mucha menos pinta de ladrones que ellos dos, oímos toda la conversación que, adrede, elevaban para ofender o amedrentar. El bohemio que parecía tener más mundo que el ogro librero le daba la razón en todo: “Sí, sí... tienes que poner un cordón azul de terciopelo ja, ja... En Madrid fulano no sé cuantos gritaba el precio medio del libro para espantar al personal... ja, ja... “ En eso encontré un ejemplar del Quijote de Avellaneda en versión casi de tebeo por 70 euros que, en su día, costó 1,5 pesetas. Luego el ogro se fue al desván y sacó unos paquetes que contenían diez tomos encuadernados en piel roja por el bohemio. Entonces le tocó a él: “A ver qué chapuza has hecho... Mira... Esto son pegotes de cola... y este golpe... todos golpeados... Esto es inadmisible, inadmisible totalmente... Y además no me puedo enfadar contigo porque la culpa la tengo yo por confiar en ti... Es que, es que esto lo haces a posta...” No se volvió a oír la voz de actor del bohemio. Agazapado en sí mismo aguantaba el chaparrón del Zaratustra como si fuera un niño malo que había encuadernado aquellos libros mal a sabiendas del chubasco. Apuré el tiempo para escuchar el desenlace pero no aguanté más y me fui. Creo que mi presencia espectral saliendo aceleradamente le disuadió de golpearlo.

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Dice Alejandro Sawa, el poeta real en el que se inspira Valle en Luces de Bohemia: “Hay que distinguir entre los hombres que ya tienen un nombre y los que no para que no se confunda Bohemia con Golfemia”. Teniendo en cuenta que el tan patético velatorio que registra Valle en su obra debe ser incluso menos grotesco y desangelado que el del propio Sawa en el que se basa, escucharle esta opinión aristocratizante de la bohemia no puede menos que conmovernos. ¿Cuál sería la diferencia para el iluminado Sawa entre bohemia y golfemia, entre el bohemio y el golfo?
Si atendemos al bello prólogo que le dedicara de forma póstuma Rubén Darío no habría mejor definición de ambos que el propio Sawa. Dicen que a Pío Baroja, después de aturrarle con versos de Verlaine durante varias horas, le pidió tres pesetas y que este le contestó que no las tenía. Sawa le preguntó si las tenía en casa. Pío contestó que sí y, entonces, Sawa le ordenó ir a por ellas. A la vuelta, de pie frente a la taberna, recibió el dinero diciéndole: “Ya puede marcharse”. También cuentan que Cansinos Assens fue a visitarle a su buhardilla en la que permanecía cubierto con una sábana porque no podía salir a la calle al haber empeñado sus pantalones. El joven Rafael, sin embargo, salió henchido de pasión literaria porque el excesivo e hiperbólico Sawa había gritado que era mejor no tener pantalones a no tener talento.
Manuel Machado lo describe en Epitafio a Alejandro Sawa: “Jamás hombre más nacido /para el placer, fue al dolor /más derecho./Jamás ninguno ha caído /con facha de vencedor /tan deshecho./Y es que él se daba a perder /como muchos a ganar. /Y su vida,/por la falta de querer /y sobra de regalar, /fue perdida./Es el morir y olvidar /mejor que amar y vivir. /Y más mérito el dejar /que el conseguir.”
No falto de sarcasmo Darío escribe en el antedicho prefacio: “Meses antes de expirar escribió tanteando, a pedido de un periodista que le visitara, esta frase: «Recuerdo de un hombre cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar fijamente a lo infinito.» Por eso se quemó las pupilas, y las mismas alas, la pobre águila. Se olvidó, por mirar fijamente lo infinito, de que era un señor de carne y hueso, de que tenía mujer e hija, de que era preciso hacer dinero. Aunque hubiera sido poco, pero dinero. Dinero para asegurar los días por venir, las consideraciones que deseaba, para comer, beber y fumar bien, con todo lo cual es indudable que se puede contemplar mejor, y sin ningún peligro, lo infinito.” He aquí toda la contradicción mayúscula entre el sueño y la realidad, entre el idealismo y el materialismo, la atracción y la repulsa hacia la bohemia, es decir, el verdadero capital de la bohemia, la ruina, que debería –en teoría- dar paso al espíritu.

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Larsen había conseguido el enlace. Una tienda de libros de lance que había cerrado años atrás y quería liquidar sus existencias. El primer paso fue fallido, el café en el que habíamos quedado estaba cerrado y, en el tiempo que tardó en aparecer el librero, dos yonquis, de los que casi ya no quedan, remontaron un jardincillo pegándose, con esa desgana con la que se golpean ellos, como sin fuerzas.
Al principio nos dijo que el almacén estaba en el casco antiguo y después aquí, a dos manzanas de mi casa. Con la espera especulamos con que se tratase de una encerrona para secuestrarnos y hacer con nosotros tráfico de lectores polvorientos.
Llegó el librero y resultó que el local era una antigua carnicería donde los libros desfallecían en la inanición por el suelo, en cajas de cartón, entre las patas de huérfanas banquetas y sobre alguna mesa.
Me sorprendí a mí mismo buscando y rebuscando allí donde asomaban librillos locales, cosas de autores de aquí que conocí algún día o de los que oí hablar. No sé si era el morbo o esa pura novela propia que buscamos todos.
Aunque estaban la totalidad de los libros amontonados y revueltos, por una suerte de lógica residual de algún pretérito orden, aparecían increíblemente agrupados por temática. Y, cuando volvías a un sitio por el que ya habías pasado y dabas por inspeccionado, siempre veías cosas distintas, "es -dije- la carnicería como el libro de arena de Borges".
Al fin, el grupo éramos tres hombres, una mujer, una niña y un librero en la carnicería-librería que era más pequeña que el salón de mi casa. Quien se entregó con más pasión al rastreo fue Larsen que, en cuclillas, diseccionó casi la totalidad del material que estaba por el piso y en los rincones. Cada vez que encontraba algo interesante me lanzaba el volumen hasta donde yo estaba. El librero en excedencia, con su voz de histrión, cantaba, de vez en cuando, los títulos más pintorescos que encontraba: “Marxismo y espíritu, Historia de la Iglesia Católica...”. No tanto porque pudieran interesarnos cuanto por reírse de las preocupaciones de la que debió ser su propia generación.
Detuve mi autismo zahorí y le dije: “Hay mucho comunismo, marxismo...”. Y él, no carente de ironía, añadió: “Era la época...”.
Seguimos otro rato levantando ácaros hasta que uno de nosotros, objetando que el polvo del libro viejo es cancerígeno, salió a fumar.
-El otro día-empezó a narrar el librero- fui con un amigo a ver una biblioteca que quería uno vender en un pueblo y el vendedor, un tipo lleno de tatuajes, nos llevó a una casa quemada, entramos por los escombros, subimos una escalera carbonizada y llegamos hasta una habitación y, allí, estaban los libros, en un recodo salvado del fuego...
-¿No tendrás –le dije cambiando de tema y sin querer meditar sobre lo muy alegórico del cuento, o si llevaba mil años contando la misma anécdota simbolista a todos sus clientes- alguna de las revistas que se hicieron aquí?
-Sí hombre, cómo no, siempre hubo aquí alguna revista... Ahora están estos chavales de la Estigia, pero cómo son, vienen a descubrirte a Lou Reed, Heidegger y cosas por el estilo...
-Bueno, será la forma que tienen de descubrirlo ellos, mostrándoselo a los demás como si fueran los primeros en ver que la tierra es redonda.
-Mira esto es de este de aquí que le publicaron esto al salir de la cárcel por atracar una farmacia. Todavía anda por ahí, se jubiló de funcionario con pocos años, cuarenta o así... Podía haber llegado a algo pero... Si es que toda esa época tiene una novela que alguien debería escribir...
-Tú mismo –añadió Larsen animando al librero.
-Escuchad –interrumpí yo- estos versos: “entre lotos descuartizados/ en toda la pretensión de la furia fecal/ os plancháis orejas y ojos/ y os roban todo...” ¿No os parece fascinante? Es como un Guillermo de Torre leonés en el albor de los años ochenta.
-¿No hubo aquí una revista en tiempo de Llamazares?
-Sí: Barro. Julito sí despuntó, fue de los pocos, llegó a Madrid un poco antes que yo, coincidió con que le arroparon los que estaban allí...
-Pero ahora parece que ha quedado en vía muerta.
-Sí, ha quedado en vía muerta, ha sacado esa novela que es de un pintor que va a Madrid, que le conocí yo, era de aquí, que ya murió...
-Mira, un Canto de la Tripulación, yo fui a clase con los dos hermanos Álix.
No me pillaba de nuevas toda esa letra derramada, carente de futuro, ya estoy familiarizado con la efimeridad de la literatura que se pretende eterna, la mía incluida, pero, de pronto, ver esas ediciones de Liborio Franco o Felisa Otero, a quienes traté en mi vanguardia, en una colección hecha con máquina de escribir, plagada de erratas, plasmando sentimientos tan ingenuos, tan autocomplacientes me desasosegó. No estaban mal como objetos, sólo les daba la solidez de libro un par de grapas en las comisuras de las hojas.
Creo que todo lo que compré fue por morbo: Las revistas que lo fueron de un escritor local, el único libro de poemas que escribió otro, algunos adonais aún sin desflorar, el Canto de la Tripulación plagado de tatuajes, drogas, palabrotas y travestis, unos cuadernos para cualesquiera diálogos, un circo varado, una rebelión de las masas en edición de masas, tres obras de teatro que jamás leeré, escogidas sólo por sus portadas modernistas de 1900 y una Teogonía en agonía. Larsen me cedió uno de sus hallazgos, un librito de las poesías completas y bilingües de Poe en homenaje a mi diario al que bauticé Nevermore (http://n-e-v-e-r-m-o-r-e-.blogspot.com). Al final Larsen compró un montón de libros distintos a los que había seleccionado, ni él conocía a los autores. “Me los habéis movido” nos acusaba. “Creo que le has comprado esos -le contesté- por pagar de alguna forma el derecho a entrar a rebuscar, como si esa adquisición, un tanto absurda, fuera la licencia para pasar a contemplar ese desastre del tiempo”.

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Pero la bohemia se remonta por los montes del tiempo. En una de las estampas socráticas, escritas por Platón, Sócrates y Eurípides son zarandeados por el populacho repentinamente agitado. El motivo es la aparición de una magnífica carroza que avanza lentamente. Palafreneros lujosamente ataviados y uno, a la cabeza del séquito, que grita: “¡Paso a mi señor el poeta Aristófanes!”. Hermipo, el carnicero, corre hacia el carruaje para saludar al popular autor. Platón le estaba pidiendo, momentos antes, opinión a Eurípides sobre una tragedia escrita por él y, el viejo dramaturgo, le había contestado: “...joven amigo, si tu vocación hacia la poesía es verdadera, con mi consejo y sin él has de meterte por su incierto camino; pero lo que si te digo es que este camino tiene tres sendas bien definidas: la honrada, la que deleitando trata de instruir, la que quiere y procura innovar, senda difícil y donde lo menos que suele cosecharse es la incomprensión y el desdén; la opuesta, la que tan sólo busca el medro y el aplauso, cosas ambas que no dejan de conseguirse poseyendo ese talento que no le niego a Aristófanes de ver el punto flaco y ridículo de las cosas y agigantarlo para que puedan también verlo y solazarse con él los miopes (ciegos) de la inteligencia, como suelen ser la casi totalidad de los hombres, y aun una tercera, que consiste en alabar lo tenido por santo y bueno, que siempre suele encontrar eco, siquiera por el bien parecer, aun entre quienes no creen en ello ni suelen practicarlo. Se puede ser un mediocre, un bufón o un poeta honrado: escoge, pero no olvides que en este último caso las mejores satisfacciones de tu obra habrás de encontrarlas en ella misma y en ti mismo.”
Nihil novum sub solem. Escribir para uno mismo o para esa abstracción incierta que es un lector del futuro. Al principio deseas que te lean pero, luego, vas descubriendo la felicidad de plegarte en ti mismo, confiado en que vayan desistiendo de seguirte los pocos que lo hacían, para ser más libre, para volver a proyectarte en el lector del futuro, ese ser extraño en el que jamás reparas y que es como una abstracción sublimada de tu narcisismo. Es decir, sólo crees que, un día, alguien aparecerá, después de ti, quizás un hijo, un nieto o un bisnieto, o un extraño que encontrará unos legajos –quizá en el librovejero- y los leerá, y el enterarse de lo que has escrito le cambiará la vida. Pero lo meditas y no encuentras otra forma de visualizarlo que pensar que, para que eso pasase, ese alguien tendría que ser uno como tú, exacto a ti.

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No contentos con las excursión a la librería-carnicería Larsen y yo urdimos el plan de ir a visitar al librero en su entorno con la excusa de elaborar un artículo o una novela sobre algunos escritores locales secretos que nuestro amigo pudiera haber conocido, el criterio de selección sería precisamente su secretismo, la poca o nula fama. En cierto modo no era otra cosa que un plan para dar plaza a ese doble sentimiento de fascinación y repulsa que me provocan los bohemios y las librerías de viejo, esa repetitiva atracción que me causan los escritores malos, las letras orilladas. Valle en Luces de Bohemia refleja esa contradicción entre los grandes ideales de los pobres literatos y la mezquindad cotidiana, el fracaso y el sueño roto trufados de aporías. Luces me gusta mucho pero me pone siempre muy triste. Recuerdo que en la ciudad de la rana en la calavera había un bohemio, Adares. Era un poeta que se colocaba en El Corrillo de la Plaza Mayor. Barba larga blanca y visera. Sobre los escalones de piedra ponía en venta sus libritos de poesía. Siempre que íbamos al café que había a sus espaldas el Calvo nos repetía que había hablado con él y que tenía un humor del demonio. Murió en el 2001 con casi ochenta años. Debía tener casi setenta cuando lo veíamos. No los aparentaba. A mí no acaba de gustarme. Se lo comenté hace poco a Ella y me dio la clave: “Es normal, no te gustaba Adares porque, aunque hiciera poesía y viviese una bohemia rodeada de las cosas que a ti te gustan, representaba lo que no querías llegar a ser, tu escribías y él representaba el fracaso...”
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-Pero si vamos a entrevistar al librero –añadió Larsen- no estaría demás que llevases algún libro tuyo, si te sobra, para que pareciésemos de verdad y no sólo un par de majaderos.
-El artículo se puede llamar Escritores secretos.
-Escritores secretos -musitó Larsen en voz alta- ... claro, claro... como tú... que ni siquiera los que más te conocen saben que escribes... o se les olvida...
Dicho esto Larsen se quedó callado entornando los ojos como si meditara después de encajar las piezas de un rompecabezas. No sé si quería decir que, entre el polvo cancerígeno de las librerías de viejo, investigando en la vida de los bohemios de antes y elucubrando que los atolondrados pícaros de hoy bien pudieran ser los bohemios de ahora, rechazándolos o fascinándome con ellos, lo que hago es buscarme. Tal vez. Pero, ¿y él?

sábado, noviembre 18, 2006

Epílogo 1

Bruno Marcos
Nunca llega el momento en el que te sientes resultado de ti mismo.
Han estado ella y ello dos semanas conmigo en el exilio y hemos sido muy felices. Todo ese destierro que me parecía tan horrible hasta en sus más mínimos detalles se tornó hermoso. Sin embargo tengo la sensación de haberme desvirtuado, como un vino que se deja abierto al sol sobre una mesa una tarde de verano.
El blog ha fenecido en estos días y además de perder esa posición de dominio que da el ser el narrador de la propia vida me doy cuenta de que me han abandonado mis fantasmas, los escasos lectores, los recuerdos... Esa liberación, esa curación de la que hablaba hace días, deja un hueco extraño, la nostalgia de un dolor crónico y familiar al que se echa de menos... Es muy romántico desearse enfermo, intensificar la vida con la pasión del dolor. Además la enfermedad es una licencia, un espacio libre para demorar la rutina gris de un mundo de cemento. De pequeño, con un acuerdo tácito, prolongábamos mi madre y yo los días de convalecencia después de cualquier catarro para creerme feliz por la casa aunque cargado de mocos mientras la cotidianeidad rugía tras las ventanas.
Siempre que he terminado un libro me ha invadido esta misma sensación, este vacío, como si todas las conclusiones –todas las curaciones- no me hubieran servido para nada, porque sigo estando ahí, desnudo en medio de la rutina. Acaso a ratos me recuerdo de mí mismo y me percibo un poco más construido, acaso repaso esas obras y percibo un algo de belleza arrojada al fondo del silencio...
Como quiero escribir un prólogo para la versión en libro del blog me gustaría que si alguien sigue ahí, al otro lado, me escribiera qué piensa o qué ha pensado de él. El libro aparecerá en la colección Plástica y Palabra de la Universadad de León e incorporará una serie de dibujos que titulé Suite del payaso y el esqueleto.
Animaos, tal vez os lo pague invitándoos a un vino en la taberna El cuervo sita en la emblemática calle bohemia leonesa de La Sal...

Imagen Juan Carlos Carbajo Larsen

martes, noviembre 07, 2006

El último escrito

Bruno Marcos
Salí de la mazmorra como cualquier otro día pero en lugar de torcer a la derecha lo hice hacia la izquierda. En pocos minutos estaba en la carretera que conduce a la ciudad de cuento de hadas. Apenas una hora con la cabeza nublada por la precipitación de este acto y ya entraba por los bordes de ese paraíso del que fuimos expulsados. Sólo volvía para pisar de nuevo sus despojos, para constatar, en pura soledad, que el espacio de los sueños, del pasado, puede ser físico, que, en este caso, sigue pudriéndose en esa evanescencia que llamamos presente, girando con el planeta en este universo que cambia sin descanso. Pero en el fondo albergaba la esperanza de conmoverme una vez más. Hace casi dos años que practicamente me obligaron a visitar la ciudad. Recuerdo que –lo escribí en algún punto de este diario- me movía como dentro de un sueño, de una pesadilla. Me orientaba en base a esa cartografía onírica. No me acordaba de esos lugares sino que esos lugares que veía aparecían en mis sueños desde pequeño.
Pero esta vez me ocurrió algo distinto. Sin saber por qué caminé recreando la juventud de mis padres. Este rincón, aquel, hasta acodarme en la barandilla blanca de la Concha. Entonces vino a mi mente lo que narra mi padre siempre dolido, que, cuando llevó a mi madre hasta ese punto y le enseñó el mar, ella contestó que no era para tanto. Muchas veces mi madre ha objetado en su descargo que aquella bahía tan pacífica, tan calma, entre dos montes y con una islita en el medio, no impresiona.
Seguramente él quiso mostrarle algo precioso y ella esperaba ver la inmensidad. Creo que en eso, en ese pequeño detalle se mostró la diferencia de ambos, los dos sistemas filosóficos que chocaban entre ellos. Acaso en conjugar esa percepción de inmensidad y belleza vaya gran parte de mi personalidad, quién sabe. No en vano mi padre ha perpetuado ese momento repitiéndolo toda la vida, transmitiéndonoslo, muy inteligentemente, para que supiéramos como eran, legándonos una variable importante para solucionar la extraña ecuación que somos.
Luego me fijé en la isla, intenté calcular visualmente la distancia desde la orilla y vino a mi mente aquella narración de mi padre en la que me describía cómo intentó llegar a nado hasta ella y le resultó imposible. Al parecer había gente que lo lograba y se animó a intentarlo. A mitad de camino tuvo que detenerse a descansar flotando boca arriba antes de volver, haciéndose el muerto. ¡Qué simbólico pensé entonces! Como inmensidad aquella bahía no era para tanto como decía mi madre, pero como la belleza que ansiaba mi padre se mostraba inaccesible. Tanto que para sobrevivir al intento de tocarla hubo de fingir haberse muerto sobre las aguas.
Bueno, queridos amigos lectores, he de confesar que, realmente, esta hoja del diario es mentira, que no he hecho este viaje a la ciudad de cuento de hadas. Es la única mentira de todo el blog, os lo aseguro, podría haber sido cierta pero me parece buena idea acabar el blog con una mentira. Ahora todo él es ya un pasado, dan igual todas las cosas que en él se han narrado pues se han ido al mismo sitio que las cosas que no han ocurrido, a ese limbo donde todo es igual a una mentira. ¿Acaso será mentira que hemos existido? Adiós, o hasta la vista. Seguid atentos a algún epílogo. Ha sido un placer. Que os vaya bien. Acabo de decir adiós y ya tengo el sentimiento de haber perdido tanto... ¿Se puede querer a unos desconocidos?

Muestra tu herida

Bruno Marcos
Nada más entrar me uní al grupo. Nilo, que era quien me había invitado, sostenía una hoja de papel arrugada y daba, como un notario del azar, paso a cada una de las acciones. A los cinco minutos de penetrar en el ovni ya estábamos unas 30 personas metidas en los baños observando como una muchacha se enjabonaba y se aclaraba totalmente desnuda en un caldero de agua. Pasamos al baño contiguo y un hombre en cueros fue rociado de leche y rebozado de garbanzos. Tuve que ir a preparar mi proyección y me perdí lo que prometía ser un descendimiento por el abismo del cuerpo.
Desde luego que aquel era un público excepcional para explicarles lo que yo había hecho, para aclarar yo mis propias ideas sobre mí mismo, sobre lo que fui e hice.
Cuando revisaba todo el material gráfico de mis acciones pretéritas lo que más me impresionó fue la cantidad de tiempo que había pasado desde que comencé con eso, casi once años. También sobrecogió esto a Chus que aparecía en los vídeos como uno de los hombres que se dejaban emparedar en plena calle. “Si era yo un chaval...” Exclamó asustado de sí mismo. “Pero -le contesté- si estás igual”.
Les mostré todo como fue, la verdad, y me sentí muy bien. Después de sobrevalorar yo mismo mi obra durante cuatro o cinco años y de infravalorarla durante otros tantos gracias a esta invitación de Nilo Gallego creo que me coloqué en el punto justo.
Me comentaron cosas como que habría mucha gente que no se daría cuenta de que aquellos actos que transcurrían en la calle eran arte. Yo contesté que sí, que mucha gente pensaba eso y se rieron. También les hablé de los fracasos, de nuestras ansias de entonces por legitimarnos con el respaldo de las instituciones y creo que lo entendieron.
Entrar así en el ovni, aunque fuese por la puerta del gato, y liberarme de todo ese pasado de mi obra que también ha sido mi vida, buena parte de mi juventud, fue una experiencia somática, tan corporal como esas performances. Sin el tabú de las operaciones del éxito, con esta postumidad de mí mismo me revitalicé.
Salió el tema de la originalidad y les propuse una cosa más sobre las de Beuys: “Muestra tu herida. Si sacas –expliqué- lo más íntimo, lo que nunca contarías a nadie, lo secreto, lo que te hace daño, lo que te duele, la originalidad está asegurada, porque eso es inédito, prístino, nadie lo posee más que tú...”
Tal vez todo este diario sea una herida, todo lo que he hecho o escrito, una herida que esa cosa que llamamos arte sutura. El arte cura, ya lo decía Beuys pero también Jodorowsky. Terapia, psiconálisis, ¿habrá quizás otra cosa?
Curarte te hace fuerte para encarar el presente, para olvidarte de todo, para jugar o amar, ¿acaso –como dijo alguien de entre ellos- ser feliz?

domingo, noviembre 05, 2006

Vecindad

Bruno Marcos
Me acercaba a casa bajo una lluvia brutal y la vi salir del portal con una bata azul de felpa que rozaba el pavimento encharcado y un teléfono móvil colgado del cuello. La saludé pero no me reconoció. Al verme entrar en el zaguán me pidió que subiera a su casa y le abriera la portezuela de la lavadora porque quería aprovechar la lluvia para poner a secar su colada sin que los viandantes se quejaran del chorreo. Le prometí bajar cuando dejase al niño en casa.
Al venir a vivir aquí más de una vez me dio sustos de muerte al llamar yo al ascensor y aparecer ella con dos bastones, reclinada hacia el fondo del habitáculo, con los cabellos rubicundos erizados y la cara afilada en una cascada de arrugas.
En una ocasión oímos los vecinos unos grandísimos golpes en el interior de ascensor que se había quedado atascado. La persona atrapada comenzó a respirar con dificultad, como presa del pánico, en ese momento a uno se le ocurrió preguntarle el nombre. No respondían más que golpes desproporcionados. De buenas a primeras las puertas correderas se deslizaron lentamente para mostrar a esta anciana con el bastón alzado en una mano y en otra la bolsa de la compra con una barra de pan asomando tronchada. Tomó aliento y comenzó a proferir los más brutales insultos contra nosotros arguyendo que preguntábamos su nombre por si era ella para dejarla ahí muriendo. Cruzó entre los hombres ahí reunidos y detuvo los improperios para pedirme a mí, que por nuevo no me odiaba aún, que le subiera, si hacía el favor, la bolsa de la compra. Dócilmente obedecí.
Llamé a su timbre sabiendo que iba a ser una experiencia desagradable entrar en su piso. En un instante abrí la lavadora y me propuse huir. Quiso enseñarme las huellas de su lucha contra la comunidad. Como no sabía donde estaban los interruptores de la luz me mostraba la casa en penumbras lo cual hacía más tétrica la sensación. Allá una pared rota mostraba las cañerías y los ladrillos, acá una humedad ya reseca pero intocable prueba del delito del mundo contra ella. Hace meses murió su hija con la que vivía y a la que parecía tener sometida. Ella dice que por qué no la llevaría Dios mejor a ella. Toda la casa estaba regada de cajas y bolsas de plásticos repletas de ropas y de enseres, como si en cualquier momento se fuera a producir una mudanza allí, quién sabe si la última, la única que esa pobre mujer, sola y rodeada por el odio que ha sembrado en vida, puede hacer, la de su propia muerte.
Al punto de marcharme levanté la vista hacia el fondo del salón, atraída mi mirada por la luz exterior de las farolas, y lo que vi me sobrecogió. Tras su ventanal la misma vista que en mi casa, el mismo cielo crepuscular, negro y lluvioso, que observé minutos antes mientras acunaba arriba a Darío. Era cierto, era posible que ese mismo paisaje acogiera a tan pocos metros vidas tan distintas.

viernes, noviembre 03, 2006

El miedo

Bruno Marcos
A veces, de buenas a primeras, aparece lo extraño, incluso lo aterrador allí donde sólo veíamos cotidianeidad.
Por una pereza suicida decidí salir de viaje con el depósito de combustible medio vacío entrada ya la noche. Casi estaba agotada la gasolina cuando me encontraba en el largo tramo en el que no hay estaciones de servicio. Me salí en el primer pueblo que apareció. Todas las casas estaban cerradas, ni una sola ventana con luz. Algunos sauces en la plaza arrastraban sus ramas por el suelo como fantasmas que deambulaban para nadie. Frente a uno de ellos frené y las últimas yemas de sus hojas repiquetearon en el parabrisas como una lluvia seca. Di marcha atrás y volví a la autovía. Podría pasarte cualquier cosa por esta autovía tan poco transitada en la noche de un día de diario, además la noche -me percato ahora- del día de todos los santos.
Con algo de pánico volví a salir en la siguiente población. Cuando accedí a la gasolinera una luz blanca invadía la explanada desierta. Unas rejas cubriendo las oficinas me hicieron pensar en tantas películas en las que un anodino, como yo, aparece despistado en escena para ser descuartizado de inmediato. Tres muchachos se escondían tras una esquina. Tardé varios minutos en abandonar el auto, justo cuando huyeron corriendo. Al poco, de la nada, vino un empleado extrañamente cordial. Luego vislumbré un coche de policía, lo cual no me dio ninguna seguridad pues a menudo esos guardias aparecen, en esos films, muy pronto degollados.
Es asombroso lo siniestro que se vuelve todo ese mundo rural con la noche.
A la una de la madrugada conseguí aparcar en la ciudad de mi destierro. Ningún alma la pisaba. Sin embargo cuando cerré el coche emergió del fondo de la calle una mujer. Sobre el silencio sepulcral oí que se dirigía a mí. Atajé y salí a la calzada. Ella se deslizó entre los contenedores de basura y me alcanzó. Tuve que mirarla directamente. Llevaba en las manos algo que no logré identificar, algo que yo jamás había visto. Dos cosas redondas que ocupaban todo el cuenco de sus manos y que sujetaba delante del pecho enfocándolas al cielo. Eran marrones, como patatas gigantes pero blandas, con esferas pequeñas anidadas en su contorno. En eso me dijo: "Oiga, ¿quiere hacer el amor conmigo?". No sé si sentí por un momento pánico, rubor o fastidio porque me pasasen esas cosas. Contesté muy mal. Creo que chascando los dedos dije: "Fuera".
En la ciudad solitaria cualquier encuentro es ineludible, sólo almas en pena como la de esa muchacha o la mía se cruzan en la nada, en ese tiempo que no existe. Esa mujer, seguramente perturbada, se volatilizó como una pesadilla extraña. Fue un encuentro como los que salen en tantos sueños enigmáticos, en películas, incluso en mis novelas, pero este fue real, un reto o una venganza a mi función simbólica.
¡Tratarme de usted para proponerme algo tan íntimo como hacer el amor, así dicho, ni más ni menos que "el amor"!

miércoles, noviembre 01, 2006

La bondad

Bruno Marcos
Hacer llorar. ¿Quién puede negar que sea esta la mayor aspiración de un escritor? Tres o cuatro lectores de este diario me han confesado que derramaron lágrimas con alguno de estos envíos. Hacer reír está muy bien, pero hacer llorar es infinitamente mejor, es tocar la bondad de una persona.
Ya sé que muchos verán en estas líneas sensiblería antigua, defensa de lo ñoño. Me da igual. Creo que sólo hay una cosa ante la que el hombre es sensible, ante lo que se torna receptivo y esta es la bondad. ¿Acaso no van en ella todas las revoluciones del mundo y de su historia?¿Acaso no irán todas las revoluciones pendientes?
Cuando leer algo nos mueve al llanto es porque se ha logrado rascar la seca costra que cubre la bondad de todos.
Todo el mundo nos creemos buenos. Lo que ocurre es que nos mostramos malos con razón, nos pensamos, como el padre de Jorge Manrique, ¡Cuán benigno a los sujetos!¡A los bravos y dañosos, qué león!
Se lleva ya muchos años clasificando a la gente en majos y bordes. El majo vendría a ser lo que era el bueno antes, porque la palabra bueno fue asimilada a dócil, a manso, a soso. Sin embargo la de majo viene a ser ya igual a hipócrita. Siempre me llamó la atención aquel autorretrato que se hiciera Machado en el que afirmaba que él era, en el buen sentido de la palabra, bueno. ¿A qué se referiría? ¿Cuál era el mal sentido de la palabra bueno?
No abundan las ocasiones para que aflore la bondad, sólo sus simulacros, cuando nadie tiene nada que perder, y es una lástima porque a nadie somos tan fieles como a aquellos que han sido buenos con nosotros. La auténtica bondad no es la puramente cortés, retórica, sino esa en la que quien es bueno también se emociona, se transforma, administrando la bondad.
Cuando admiramos la belleza, un paisaje por ejemplo, estamos dejando manar nuestra bondad. Los folletines, las telenovelas o la gran literatura no muestran otra cosa que la bondad pugnando por vencer, la bondad puesta en peligro.
No hace mucho José Antonio Marina expuso que el fin de la inteligencia es la bondad y creo que muchos se escandalizaron.
Ya sé que cuanto sé de bondad no se lo debo sólo a ellos, pero ayer bajaban por la calle ancha, ya dos ancianos, sonrientes, como ese arquetipo más fuerte que cualquier imagen de la belleza o del arte que reside en mi mente, ese conjunto de cuatro piernas, cuatro brazos, dos corazones, que son mis padres, con una sonrisa tan pura como la del bebé a ver la sonrisa del bebé.